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Rastreadores de Ankama

[RP] Primera carta encontrada... parece haber tinta disipada con agua?

Por XIreell#4788 - ABONADO - 24 de Enero de 2023 00:21:55
13 de Septango de 652

Un día soleado, pero de vientos algentes, me dispuse a recorrer las corvadas piedras del Monte de los Crujidores. Hay quienes sugieren que tal nombre es incorrecto, puesto que la zona geográfica recibe el nombre de Montaña por sus riscos y desniveles protuberantes, pero tales individuos solo son de dos clases, o catedráticos de cuatro paredes que nunca se han aventurado a explorar ni los campos de la ciudad en que tal como sofistas dictan sus lecturas, o déspotas costeros tan resignados a su labor en alta mar que niegan la necesidad de asentar tribus y pueblos sobre altiplanos distantes al océano. Estos últimos, de hecho, son los peores, ya que en particulares ocasiones a los primeros se les puede atribuir cierto grado de beneficio, a fin de cuentas, que son estudiosos y es a través de tal cualidad que, dada la correcta argumentación y presentación bibliográfica, pueden acceder al coloquialmente llamado beneficio de la duda y así enmendar su pensamiento, que por cuentas no es ofensivo, pero si demuestra una falta de veracidad. Este no es el caso de los segundos. Porteños nacidos en el mar y aquellos criados al filo del arpón constituyen, por lo general, y sin desmedro de las infaltables excepciones particulares, una clase muy inculta, en tanto que sus estudios no abarcan más allá de “primero se le dispara a la ballena pequeña, y luego a la grande” – y esto se evidencia en la descuidada biblioteca de Sufokia, la ciudad portuaria. El pobre Doctor Bu pasa más tiempo dedicado a limpiar la sal y los caracoles que se infiltran en la estancia, que adjudicado a sus labores como bibliotecario de excelencia – y en su tortuoso oficio que no rinde espacio para la filosofía, el vaporoso concepto de mundos ajenos se descarta al mismo mar del cual extraen su alimento. La Montaña de los Crujidores, no es más que un categórico para indicar no una cualidad pétrea o absoluta de los riscos de la zona. Cualquier experimentado, conocedor o, mejor aún, que hubiera vivido en estos peñascos, puede testificar al respecto.

Pero me he desviado del asunto. Era un día cómo cualquiera de esta fecha, los vientos del este rugían con ferocidad en su pelea contra los pedruscos y el sol reverberaba en los escondrijos revelando las crías de los pequeños kwaks en sus nidos. Esa mañana decidí recorrer con tranquilidad las hendiduras más empinadas, acompañado de Kuga, mi fiel jalacastor. Kuga es de hecho único, y no lo digo por ser su dueño. La idea de que un animal naturalmente de pradera rondara por los acantilados rocosos no sentaba bien a la opinión pública, porque se consideraba una falta al cuidado de las criaturas. No fue sino tras largas charlas que, junto con Anzeo, logramos calmar los ánimos demostrando la destreza de Kuga para adaptarse a condiciones hostiles y recorrer con agilidad la familia de valles que existen en las profundidades del monte. Aún recuerdo como Hova fue una de las primeras en apoyar mis ideas tras enamorarse – sí, parece que tenía un corazón oculto – de los tiernos gestos de la criatura. Al menos, tal relación me ha servido mucho para asegurarle a Kuga una buena dieta, Hova le entrega vegetales cada vez que nos acercamos lo suficiente a la cumbre de templo.

Inicié, pues, mi camino hacia el noroeste, siguiendo la ruta de los gremios y sus puentes construidos por provincianos de Amakna, facto claro tras vistear la robustez de las tablas y las sogas colgantes. No por una incompetencia de los alfareros zobal, sino porque la sobreutilización de materiales reflejaba el temor de los diseñadores por las alturas y la remota posibilidad de resbalar, una característica que ningún habitante del Monte de los Crujidores poseía, después de todo, fuimos criados en estos peñascos, entrenados desde pequeños para bailar con destreza entre las piedras al ritmo de máscaras.

Tras llegar al final de los senderos amakneanos, dirigí mis pasos hacia el norte, donde esperaba encontrarme con otra señal de civilización, el zaap de los montes. No parecía haber experimentado mucha actividad tal día, las hierbas permanecían brotantes y de bordes filosos en busca del sol.
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